Por César E. Frías.
No sé dónde estaríais con 14 o 15 años, pero yo y la juventud de mi época, en mi pueblo y con esa edad, nos divertíamos jugando al fútbol en la placita, en el parque charlando y comiendo pipas, en casa de algún amigo o amiga o paseando. Nada fuera de lo normal. Ni de lejos me asomaba con esa edad al tabaco o a una botella de alcohol, aunque algunos de mis amigos, sobre todo varones, sí lo hicieran esporádicamente. Eso sí, en verano era distinto, todos queríamos ser mayores.
El caso es que todavía no es verano y el otro día, paseando por el parque con mi hijo sobre las 20:00 horas, me crucé con varias pandillas de chavales de esa edad fumando, bebiendo botellones, hablando de preservativos y de no sé qué chaval que se había ido con dos amigas suyas para no sé qué… Y no es que esté mal que hablen de preservativos (menos mal que por lo menos saben lo que es), lo es que no tengan una alternativa mejor de diversión un jueves a las ocho de la tarde que hacerse un botellón en el parque.
Por cosas como ésta cada vez hace más falta la educación social preventiva. Y bajo estas circunstancias o parecidas, en el Grupo Educativo de Convivencia donde trabajo (centro de menores conflictivos, para entendernos), hace casi dos años entraba un chaval. Lo llamaremos Pablo Mármol (sí, como el de los Picapiedra). Y hace pocos días que ha terminado su proceso. Pablo llevaba con nosotros 22 meses. Mucho tiempo para un chaval que entró con 14 y se va con 16, casi 17.
Pabló llegó al centro después de varios procesos de destrozo de mobiliario urbano y violencia filioparental. Era un chaval muy inseguro, algo tímido al principio, con pocas habilidades sociales, se relacionaba con los demás a través del insulto o la broma pesada, llamadas de atención constantes, con total dependencia de su ropa y su imagen proyectada para sentirse mejor, más seguro o integrado, baja tolerancia a la derrota, etcétera. Por lo demás, era un chaval normal, no mostraba grandes episodios de violencia y aceptaba bien las normas.
La vida de Pablo
Conforme pasaba el tiempo Pablo ha ido mostrando lo mejor y lo peor de él. Ha pasado por momentos de abuso por parte de sus compañeros mayores, a momentos en los que él abusaba de los chavales que llegaban nuevos para intentar imponerse y ganarse el respeto de alguna manera: algo así como ser el gallito del corral. Pero lo maravilloso es que ha seguido un proceso evolutivo ascendente: ha pasado de suspender unas cuantas en cada evaluación y distraerse sobremanera en el horario de estudio a ser totalmente autónomo y aprobar el curso siguiente realizando un gran esfuerzo. Ha pasado de no saber hacer las tareas de la casa o hacerlas mal y tener que estar constantemente encima suya, a mostrar una independencia propia de un adulto. Ha pasado de la broma y el insulto continuo, al respeto al compañero (aunque no siempre, a veces le sigue costando trabajo cambiar ciertas actitudes). Y, sobre todo, ha pasado de ser un niño, con todas sus letras y todo lo que ello supone, a ser casi un hombre hecho y derecho, responsable, serio, que piensa en su futuro, es consciente de lo que ha vivido, sabe que no quiere volver a su vida de antes y aprecia lo que tiene. En definitiva, sabe dónde está la importancia de lo material y qué es lo que más debe valorar en su vida.
Ha sido un trabajo arduo, constante, pesado y paciente por parte de todo el equipo que formamos parte del centro. Con diversas herramientas de trabajo y un estilo cercano, comprensivo y empático. Trabajadora social, psicólogo y educadores sociales hacen real con su esfuerzo día tras día que, chavales como Pablo, puedan darse cuenta de que la vida que llevaban no era la más adecuada para integrarse en la sociedad y tener un futuro feliz.
Todo esto no habría sido posible sin la inestimable ayuda de su familia. Así da gusto. No siempre es fácil trabajar con las familias de los menores que atendemos. En ocasiones no muestran todo el apoyo que deberían por el bien de sus hijos o no acaban de poner en práctica las dinámicas o rutinas que creemos son las más oportunas para el correcto y feliz desarrollo de su hijo, y de su relación con él.
En este caso no ha sido así. La familia de Pablo lo tenía claro y nos ayudó desde el primer momento. Porque también es duro para la familia perder a su hijo 22 meses, pero ésta se repuso, tomó la decisión adecuada cuando decidió seguir los cauces que llevaron a Pablo al centro y ha sabido poner los límites adecuados a Pablo cuando lo ha requerido. Chapó por los Mármol. En el centro sólo sentimos gratitud hacia ellos.
Los educadores sociales, con nuestros fallos y nuestros aciertos, somos capaces de acompañar, empoderar y dar apoyo a aquellas personas que nos necesitan
Y gracias a ti, Pablo. Porque das sentido a mi trabajo como educador social. Porque has hecho que me sienta orgulloso de lo que hago. Porque me has dado la oportunidad de ejercer mi profesión y que haya tenido consecuencias positivas en ti. Y sobre todo porque, tanto yo como mis compañeros, estamos muy orgullosos de ti y de lo que has conseguido. No ha sido fácil y el camino que te queda por delante tampoco lo es. No eres perfecto, pero tanto tu familia como todos los trabajadores del centro confiamos en ti y te deseamos la mejor vida posible. Siempre estaremos contigo para lo que necesites.
Y por esto es por lo que la educación social es necesaria. Porque, con nuestros fallos y nuestros aciertos, somos capaces de acompañar, empoderar y dar apoyo a aquellas personas que nos necesitan para que cojan las riendas de su vida y sean, al menos, un poquito más felices.